George Castrow sólo volvÃa una vez al año a la sede de la General Household Appliances Company: para instalar su equipo en el armazón del nuevo modelo de frigorÃfico. Y cada vez que llegaba, echaba una sugerencia en el buzón de sugerencias. Siempre era la misma, «¿Por qué no se fabrica el frigorÃfico del año que viene con forma de mujer?», y siempre incluÃa el boceto de un frigorÃfico con forma como de mujer, con flechas que señalaban dónde irÃa el cajón de las verduras, el compartimento de la mantequilla, los cubitos de hielo y lo demás.
George lo llamaba el Food-O-Mamma. Todos pensaban que el Food-O-Mamma era una broma monumental porque George se pasaba todo el año en la carretera, bailando, charlando y cantando con un frigorÃfico con forma de frigorÃfico que se llamaba Jenny. George lo habÃa diseñado y fabricado cuando era un recién llegado al Laboratorio de Investigación de la GHA.
George estaba poco menos que casado con Jenny. VivÃa con ella en la parte trasera de una camioneta que estaba prácticamente llena de sus sesos electrónicos. TenÃa un catre, un hornillo, un taburete de tres patas, una mesa y un armario en la parte trasera de la camioneta; y tenÃa un felpudo que ponÃa afuera cada vez que aparcaba la camioneta para pasar la noche: Jenny y George, decÃa. Brillaba en la oscuridad.
Jenny y George iban de concesionario en concesionario por todo Estados Unidos y Canadá. Bailaban, cantaban y hacÃan bromas sarcásticas hasta que reunÃan a un gentÃo en las tiendas; después, se dedicaban a vender todos los productos de la GHA que se quedaban parados a su alrededor sin hacer nada.
Jenny y George estaban en ello desde 1934. George tenÃa sesenta y cuatro años cuando yo salà de la universidad y entré en la empresa. Al saber del dineral que ganaba, de la vida libre que llevaba y de la forma que tenÃa de hacer reÃr y comprar electrodomésticos a la gente, supuse que era el hombre más feliz de la GHA.
Pero no llegué a conocer a Jenny y a George hasta que me trasladaron a la delegación de Indianápolis.
Una mañana recibimos un telegrama donde se decÃa que Jenny y George se encontraban en alguna parte de los bosques cercanos y se nos rogaba que los encontráramos y que dijéramos a George que su ex mujer estaba muy enferma. No esperaban que sobreviviera. QuerÃa verle.
Me llevé una buena sorpresa al oÃr que tenÃa esposa, pero algunos de los empleados de mayor edad lo sabÃan. George sólo habÃa vivido seis meses con ella; y luego se habÃa marchado a la carretera con Jenny.
Su ex mujer se llamaba Nancy. Nancy se habÃa girado literalmente hacia el mejor amigo de George y se habÃa casado con él.
Me encargaron que localizara a Jenny y George. En la empresa nunca sabÃan dónde estaban. George planificaba su propio trabajo y en la empresa le dejaban hacer; sólo le seguÃan la pista por sus gastos y por las cartas elogiosas que recibÃan de distribuidores y concesionarios. Y casi todas las cartas elogiosas hablaban de una proeza nueva, que Jenny no habÃa logrado hasta entonces.
George no la dejaba ni a sol ni a sombra. Le dedicaba todo su tiempo libre, como si su vida dependiera de lograr que Jenny fuera lo más humana posible.
Llamé a nuestro distribuidor de la zona central de Indiana, Hal Flourish. Le pregunté si conocÃa el paradero de Jenny y George. Rió a brazo partido y dijo que por supuesto. Jenny y George estaban en Indianápolis, afirmó. HabÃan ido al Hoosier Appliance Mart. Me contó que Jenny y George habÃan parado el tráfico de la mañana al salir a pasear por la calle North Meridian.
—Ella tenÃa un sombrero nuevo, un ramillete y un vestido amarillo —dijo—. Y George se habÃa puesto de punta en blanco con un chaqué, unas polainas amarillas y un bastón. Para morirse de risa. ¿Y sabes lo que le ha hecho ahora para saber cuándo se está quedando sin baterÃa?
—Ha conseguido que bostece y se le cierren los ojos.
Jenny y George acababan de empezar su primer espectáculo de la mañana cuando llegué al Hoosier Appliance Mart. Era una mañana fantástica. George estaba en la acera, al sol, apoyado en el guardabarros de la camioneta que contenÃa los sesos de Jenny. Ella y él cantaban a dúo. Cantaban Indian Love Call Lo hacÃan muy bien. George arrancaba con I’ll be calling you-hoe en su tono de áspero barÃtono y Jenny respondÃa desde la entrada del supermercado con su voz de soprano aniñada.
Sully Harris, el dueño del establecimiento, estaba junto a Jenny. Le habÃa pasado un brazo por encima y se fumaba un puro mientras contaba a los presentes.
George llevaba el chaqué y las polainas amarillas que tanta gracia le habÃan hecho a Hal Flourish. Los faldones del chaqué le llegaban al suelo, los botones del chaleco blanco caÃan a la altura de sus rodillas; la pechera de la camisa estaba enrollada como una persiana bajo su mentón y tenÃa unos zapatos de pega que parecÃan dos pies desnudos del tamaño de unos remos de canoa y con las uñas pintadas de rojo coche de bomberos.
No obstante, Hal Flourish era de la clase de hombres que cree que todo lo supuestamente gracioso es gracioso. George no era gracioso cuando lo mirabas bien. Y yo tuve que mirarlo bien porque no estaba allà para divertirme. Le llevaba noticias tristes.
Lo miré con atención y vi a un hombre pequeño que se hacÃa viejo y que estaba solo en este valle de lágrimas. Vi a un hombre pequeño de nariz grande y ojos marrones que estaban hartos de algo. Pero la mayorÃa de la gente pensaba que era un payaso. Sólo habÃa unas cuantas caras dispersas que veÃan lo mismo que yo; sus sonrisas no eran burlas a costa de George; eran sonrisas un tanto dulces y amariconadas; sonrisas que en casi todos los casos parecÃan preguntar cómo funcionaba Jenny.
Jenny funcionaba por radio control, y los controles se encontraban en aquellos zapatones de George: debajo de sus dedos.
Pulsaba los botones con los dedos y los zapatos enviaban señales a los sesos de Jenny, que estaban en la camioneta. Después, los sesos indicaban a Jenny lo que debÃa hacer. Entre Jenny, George y la camioneta no habÃa ningún cable.
Era difÃcil de creer que George tuviera alguna relación con el comportamiento de Jenny. Llevaba un auricular diminuto, de color rosa, para escuchar todo lo que le decÃan a Jenny, aunque estuviera a treinta metros de distancia, y tenÃa unos retrovisores pequeños en la montura de las gafas, de tal manera que le podÃa dar la espalda y seguir viendo todo lo que hacÃa.
Cuando terminaron de cantar, Jenny me eligió como vÃctima de sus bromas. «Hola, moreno alto y atractivo —me dijo—. ¿Es que la nevera vieja te ha echado de casa?». TenÃa una cara de gomaespuma en la parte superior de la puerta, con muelles por dentro y un altavoz detrás. Su cara era tan real que casi creà que dentro del frigorÃfico habÃa una mujer hermosa que asomaba la cara por un agujero de la puerta.
Yo contraataqué. «Mire, señora Frankenstein —le dije—, ¿por qué no se desactiva en alguna esquina y se dedica a hacer cubitos de hielo? Tengo que hablar en privado con su jefe».
Su cara pasó de rosa a blanca. Sus labios temblaron.
Luego, bajó las comisuras de los labios y puso cara larga. Cerró los ojos como si no quisiera mirar a una persona tan terrible. Y por fin, pongo a Dios por testigo, derramó dos lágrimas gruesas que bajaron por sus mejillas y continuaron por el blanco y esmaltado frontal de la puerta.
Yo sonreà y le guiñé un ojo a George para hacerle saber que su truco me parecÃa muy ingenioso y que verdaderamente querÃa hablar con él.
No me devolvió la sonrisa. No le habÃa gustado que hablara a Jenny de esa forma. Fue como si le acabara de escupir en el ojo a su madre o a su hermana.
Un niño de unos diez años se acercó a George y dijo: «Oiga, señor, le apuesto a que sé cómo funciona. Tiene un enano dentro».
«Eres el primero que lo adivina —dijo George—. Ahora que todos los saben, será mejor que le deje salir».
George hizo un gesto a Jenny para que saliera a la acera y se uniera a él. Yo esperaba que traqueteara y temblara como un tractor, porque pesaba trescientos kilos; pero su paso era tan leve que estaba en consonancia con la belleza de su cara. Nunca habÃa visto nada igual. Me olvidé del frigorÃfico. Sólo la veÃa a ella.
—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó Jenny al llegar a su altura.
—Han descubierto el pastel. Este chico tan listo sabe que tienes un enano dentro. Será mejor que salga, respire un poco de aire fresco y conozca a estas buenas gentes.
George dudó el tiempo justo y simuló el abatimiento justo para que la gente pensara que quizás fuera cierto que estaban a punto de ver a un enano.
Entonces se oyó un zumbido y un clic y la puerta de Jenny se abrió. En su interior no habÃa nada salvo aire frÃo, acero inoxidable y un vaso de zumo de naranja.
Aquello causó impresión. Toda esa belleza y personalidad por fuera y todo ese vacÃo helado por dentro.
George echó un trago del vaso de zumo de naranja, lo volvió a meter en Jenny y cerró la puerta.
«Me alegra observar que te empiezas a cuidar un poco», dijo Jenny. Cualquiera habrÃa dicho que estaba loca por él y que él le partÃa el corazón la mitad del tiempo. «Sinceramente —añadió a la concurrencia—, este hombre come tan mal que ya deberÃa haber muerto de escorbuto y raquitismo».
Pensándolo bien, una audiencia es la cosa más mema que existe. Ahà estaba George tras haber demostrado que Jenny no tenÃa nada dentro y ahà estaba la multitud, veinte segundos después, tratándola otra vez como a un ser humano. Las mujeres sacudÃan la cabeza para dejarle claro a Jenny que sabÃan lo que costaba que un hombre se cuidara a sà mismo. Y los hombres miraban subrepticiamente a George para hacerle saber que conocÃan la desgracia de estar con una mujer que siempre te trataba como a un niño.
La única persona que no se lo tragó, la única que no fue un bobo por el simple placer de serlo, fue el niño que habÃa supuesto que Jenny tenÃa un enano dentro. Estaba dolido por haberse equivocado y su gran ambición consistÃa en reventar el acto con la verdad: con la Verdad en mayúscula.
—Muy bien —dijo el chico—. Si no hay un enano dentro, sé exactamente cómo funciona.
—¿Cómo, cariño? —lo animó Jenny, dispuesta a escuchar cualquier teorÃa brillante que pudiera salir de su boca.
—¡Guau! —dijo Jenny, verdaderamente encantada—. ¡SerÃa una forma genial de hacerlo!
El niño se puso colorado.
—Búrlese todo lo que quiera, pero es la respuesta y lo sabe. ¿Cuál es su explicación? —desafió a George.
—Hace tres mil años —respondió George—, el sultán de Alia Bakar se enamoró de la mujer más sabia, más afectuosa y más bella que habÃa existido. Se llamaba Jenny y era esclava. Pero el viejo sultán sabÃa que su reino sufrirÃa un derramamiento de sangre constante, porque todos los hombres que veÃan a Jenny, se enamoraban de ella. Asà que el viejo sultán ordenó al mago de la corte que le sacara el espÃritu del cuerpo y lo metiera en una botella, donde pudiera admirar su tesoro.
«En 1933 —continuó—, Lionel O. Heartline, presidente de la General Household Appliance Company, adquirió una botella extraña durante un viaje de negocios por la legendaria Inglaterra. La llevó a casa, la abrió y salió el espÃritu de Jenny… con tres mil años de edad. En aquella época, yo estaba trabajando en el laboratorio de investigación de la GHA, y el señor Wilson me preguntó si le podÃa buscar un cuerpo nuevo. Tomé el armazón de un frigorÃfico y le instalé una cara, una voz, unos pies… y unos controles de espÃritu, que sólo funcionan a voluntad de Jenny».
Era una historia tan tonta que la olvidé en cuanto solté la carcajada. Tardé semanas en comprender que George no se limitaba a sobreactuar cuando la contó; surgió del fondo de su corazón y estaba tan cerca de la verdad sobre Jenny como él se podÃa permitir. Era una aproximación poética.
—Et voilà ! ¡Hela aquÃ! —concluyó George.
—¡TonterÃas! —gritó el niño cientÃfico. Pero la audiencia no estaba con él; no lo estarÃa nunca.
Ella soltó un gran bostezo, como si pensara en sus tres mil años en una botella, y dijo:
—Bueno, esa parte de mi vida ha quedado atrás. Agua pasada no mueve molino. Sigamos con el espectáculo.
Jenny se escabulló en el establecimiento y todos salvo George y yo la siguieron en procesión. George, que todavÃa la controlaba con los dedos de los pies, se metió en la cabina de la camioneta; yo me acerqué y metà la cabeza por la ventanilla.
Allà estaba él, con las puntas de sus zapatos temblando mientras sus dedos hacÃan que Jenny soltara sapos y culebras en el supermercado. A las nueve en punto de una mañana soleada, le estaba dando a una botella de licor.
Cuando se le pasó el lagrimeo de ojos y el ardor de garganta, me dijo:
—¿Por qué me miras asÃ, mozalbete? ¿Es que no has visto que he sido un buen chico y me he tomado mi zumo de naranja? No es como si bebiera antes de desayunar.
—Discúlpeme —me aparté de la camioneta para darle ocasión de recobrar la compostura y para recobrarla también yo.
—Cuando vi aquel frigorÃfico precioso en el laboratorio de investigación —declaró Jenny en ese momento—, le dije a George: «ese cuerpo blanco e impecable es para mû. —Me miró, miró a George y su voz y su sonrisa de fiesta desaparecieron durante un par de segundos. Después, carraspeó y siguió hablando—. ¿Por dónde iba?
George no estaba dispuesto a salir de la cabina. Miraba fijamente el parabrisas, como si viera algo muy deprimente a diez mil kilómetros de distancia. ParecÃa capaz de seguir asà todo el dÃa.
Por fin, Jenny se quedó sin cháchara, se acercó a la puerta y lo llamó.
—Cielo, ¿vas a venir pronto?
—Vale, ya voy —respondió sin mirarla.
—¿Estás…? ¿Estás bien?
—Divinamente —dijo, sin apartar la mirada del parabrisas—. Estoy divinamente.
Yo intenté convencerme de que la escena formaba parte de una rutina diaria, de que habÃa algo ocurrente y gracioso en ello. Pero Jenny no estaba actuando para la multitud; la gente ni siquiera le podÃa ver la cara. Y tampoco actuaba para mÃ. Actuaba para George y George actuaba para ella. Se habrÃan comportado del mismo modo si hubieran estado solos en mitad del desierto del Sáhara.
—Cielo, hay un montón de gente encantadora que nos espera dentro —alegó Jenny. Estaba avergonzada; sabÃa perfectamente que le habÃa pillado empinando el codo.
—Cariño, el espectáculo debe continuar.
Hasta ese momento, yo no sabÃa lo sombrÃa que puede ser lo que llaman una carcajada sin humor. Jenny soltó una carcajada sin humor para hacer creer a la multitud que aquello era sencillamente desternillante. La carcajada sonó como si alguien rompiera unas copas de champán con un martillo. No me puso los pelos de punta sólo a mÃ; se los puso a todo el mundo.
—¿QuerÃas algo, jovencito? —me preguntó Jenny.
Qué demonios, pensé; si no puedo hablar con él, hablaré con ella.
—Soy de la delegación de Indianápolis. Traigo noticias… de su esposa.
—De… de su ex mujer —respondÃ.
La gente habÃa salido otra vez a la acera; estaban confusos, inquietos y se preguntaban cuándo vendrÃa lo divertido. Era una forma ciertamente disparatada de vender frigorÃficos. Sully Harris, el propietario del establecimiento, se empezaba a impacientar.
—Hace veinte años que no sé nada de ella —afirmó George—. Puedo pasar otros veinte sin tener noticias suyas y me dará igual. Pero gracias de todas formas.
George volvió a mirar por el parabrisas y arrancó una carcajada nerviosa de la multitud. Sully Harris pareció aliviado.
Jenny se acercó a mÃ, chocó contra mà y susurró por la comisura de los labios:
—Que está muy enferma. Creo que se está muriendo —murmuré—. Quiere ver a George por última vez.
En algún lugar, detrás de la gomaespuma, dejó de sonar un zumbido profundo; era el sonido de los sesos de Jenny. Su expresión perdió la vitalidad y se convirtió en algo tan estúpido como la cara de cualquier maniquà de los que se ven en las tiendas de ropa. La luz amarillo verdosa de sus ojos de cristal azul, se apagó.
—¿Se está muriendo? —preguntó George, que abrió la portezuela para tomar aire. La gran nuez de su garganta esquelética subió y bajó, subió y bajó. Después, sacudió los brazos con debilidad—. El espectáculo ha terminado, amigos.
Nadie se movió de inmediato. Todos estaban asombrados por toda esa vida real sin pizca de gracia en mitad de una fantasÃa.
George se quitó sus zapatos de pega para demostrar hasta qué punto se habÃa terminado el espectáculo. No pudo volver a hablar. Se quedó allÃ, sentado de lado en la cabina, mirando sus pies desnudos en el estribo; unos pies estrechos, huesudos y azules.
La muchedumbre se marchó arrastrando los pies, con un principio de dÃa de lo más deprimente. Sully Harris y yo nos quedamos cerca de la camioneta, esperando a que George sacara la cabeza de entre las manos. Sully estaba desconsolado por lo sucedido con la gente.
George murmuró algo entre sus manos, que no pudimos entender.
—¿Qué has dicho? —preguntó Sully.
—Cuando alguien te pide que te vayas de ese modo, ¿tienes que ir? —dijo George.
—Si… si es tu ex mujer y te separaste de ella hace veinte años —intervino Sully—, ¿cómo es posible que te derrumbes ahora por ella? Y delante de mis clientes, delante de mi tienda…
—Si necesita un coche de empresa o una reserva de tren o de avión, se lo conseguiré —dije yo.
—¿Y dejar la camioneta? —dijo George. Lo dijo como si mi sugerencia fuera una estupidez—. Dentro hay equipos por valor de un cuarto de millón de dólares, mozalbete. —Sacudió la cabeza—. No puedo dejar un equipo tan valioso para que luego aparezca alguien y…
Su frase se apagó. Y yo comprendà que discutir con él no tenÃa sentido porque en realidad estaba preocupado por otra cosa.
La camioneta era su hogar; y Jenny y sus sesos, su razón de ser. La idea de marcharse a algún lado sin ellos, después de tantos años, le daba pánico.
—Iré en la camioneta. Asà tardaré menos. —Salió de la cabina y adoptó una actitud entusiasta para que nadie comentara que las camionetas no eran precisamente famosas como método rápido de transporte—. Tú vendrás conmigo. Podemos hacer el viaje de un tirón.
Llamé a la oficina y me dijeron que no sólo podÃa ir con Jenny y George, sino que tenÃa que ir. Dijeron que George era el empleado con más dedicación de la empresa, sin contar a Jenny, y que debÃa hacer todo lo que pudiera por echarle una mano en ese momento de necesidad.
Cuando volvà de llamar por teléfono, George se habÃa marchado a otro sitio para llamar por teléfono. Se habÃa puesto unas zapatillas y habÃa dejado sus zapatos mágicos. Sully Harris habÃa cogido los zapatos y los estaba mirando por dentro.
—Dios mÃo —me dijo—; con tantos botoncitos, parece un acordeón.
Metió la mano dentro de un zapato y la dejó dentro durante un minuto antes de encontrar el valor necesario para pulsar un botón.
—Fuh —dijo Jenny, con una cara perfectamente inexpresiva.
Sully pulsó otro botón.
Jenny sonrió como la Mona Lisa.
—Burplappleneo —dijo Jenny—. Bamauzztrassit. Shuh. —Se giró a la derecha y sacó la lengua.
Sully perdió la paciencia. Dejó los zapatos mágicos en el suelo, junto a la camioneta, como se dejan las pantuflas junto a una cama.
—Esa gente no va a volver —afirmó—; después de ese espectáculo, pensarán que esto es un depósito de cadáveres o algo asÃ. Pero doy gracias al cielo por una cosa.
—Al menos no han descubierto de quién es la cara y la voz del frigorÃfico.
—¿Es que no lo sabes? Demonios… le hizo un molde de la cara y se lo puso a Jenny. Luego, le hizo grabar hasta el último de los sonidos que existen en inglés —dijo Sully—. Todos los sonidos que Jenny emite, los emitió ella primero.
—Nancy, o como sea que se llame. George lo hizo justo después de su luna de miel —contestó—. La dama que se está muriendo ahora.
Recorrimos mil cien kilómetros en dieciséis horas y no creo que George me dirigiera diez palabras durante todo ese tiempo. Habló bastante, pero no a mÃ. Habló en sueños, y supongo que le hablaba a Jenny.
DecÃa cosas como «uffa mf uffa» mientras dormitaba a mi lado; después, meneaba los dedos en el interior de las zapatillas como para indicarle a Jenny la respuesta que querÃa oÃr. Pero no llevaba los zapatos mágicos, de modo que Jenny no hacÃa nada; estaba atada a una pared en la oscuridad del fondo de la camioneta.
George no se preocupó mucho por ella hasta que nos encontramos a alrededor de una hora del sitio adonde Ãbamos. Entonces, se puso tan inquieto como un cachorro; cada diez minutos o asÃ, creÃa que a Jenny se le habÃa soltado el correaje y que se estaba destrozando los sesos. En todos los casos, tuvimos que salir de la carretera, detenernos y echar un vistazo a la parte de atrás para asegurarnos de que se encontraba bien.
Para que luego hablen de vida sencilla: el interior de la camioneta era como la celda de un monje en la sala de control de una cadena de televisión. He visto tablones más anchos y más mullidos que su catre. Todo lo de George era barato e incómodo. Al principio, me pregunté dónde estarÃa el cuarto de millón al que se habÃa referido; pero cada vez que alumbraba los sesos de Jenny con su linterna, me entusiasmaba más.
Aquellos sesos eran el sistema electrónico más ingenioso, más complicado y más bello que habÃa visto. El dinero no era un problema cuando se trataba de Jenny.
Ya amanecÃa cuando salimos de la autopista y sufrimos el traqueteo de los baches hasta llegar a la sede de la General Household Appliances Company. Allà estaba la ciudad donde yo habÃa empezado mi carrera, donde él habÃa empezado su carrera y adonde él habÃa llevado a su esposa en un pasado ya lejano.
George conducÃa. El traqueteo me despabiló y activó algún tipo de mecanismo en George, que de repente sintió la necesidad de hablar. Se disparó como la alarma de un despertador.
—¡No la conoces! —dijo—. ¡No la conoces en absoluto, mozalbete! —Se mordió el dorso de la mano, intentando calmar el dolor de su corazón—. Voy a ver a una absoluta desconocida, mozalbete. Sólo sé que era verdaderamente hermosa. Hubo un tiempo en que la amé más que a nada en el mundo, pero rompió todo lo que yo tenÃa en trocitos pequeños. Mi profesión, mis amistades, mi hogar… kaput. —George apretó el claxon, ensordeciendo a los apicultores de primera hora de la mañana con la gran bocina de la camioneta—. ¡No idolatres nunca a una mujer, mozalbete! —gritó.
Saltamos en otro bache. George tuvo que aferrar el volante con las dos manos. Al estabilizar la camioneta, también se estabilizó él. No volvió a decir nada hasta que llegamos al lugar al que nos dirigÃamos.
El lugar al que nos dirigÃamos era una mansión blanca con columnas en la fachada, la casa de Norbert Hoenikker. Las cosas le iban bien a Norbert; era subdirector del departamento de investigación de la GHA y años atrás habÃa sido el mejor amigo de George: antes de que le quitara la esposa a George.
Casi todas las luces de la casa estaban encendidas. Aparcamos la camioneta detrás del coche de un médico. Supimos que era el coche de un médico porque tenÃa una de esas pegatinas con serpientes enroscadas encima de la matrÃcula. En cuanto aparcamos, la puerta de la casa se abrió y Norbert Hoenikker salió. Llevaba bata y pantuflas y no habÃa dormido en toda la noche.
No estrechó la mano de George. Ni siquiera dijo hola. Empezó directamente con un discurso ensayado.
—George, me voy a quedar aquà mientras estés dentro —dijo—. Quiero que te consideres en tu casa, con entera libertad para que Nancy y tú os digáis cualquier cosa que os tengáis que decir.
Entrar solo y enfrentarse a solas con Nancy era lo último que George deseaba.
—Yo… yo no tengo nada que decirle —declaró—. De hecho, llevó la mano a la llave de contacto y se preparó para arrancar la camioneta y salir pitando.
—Ella tiene cosas que decirte a ti. Ha preguntado por ti toda la noche. Sabe que estás aquà —dijo el señor Hoenikker—. Acércate cuando hable. No tiene muchas fuerzas.
George salió y caminó hacia la casa arrastrando los pies. Caminaba como un buzo en el fondo del mar. Una enfermera lo ayudó a entrar y cerró la puerta.
—¿Hay un catre en la parte de atrás? —me preguntó el señor Hoenikker.
—Será mejor que me eche.
El señor Hoenikker se echó en el catre, pero no pudo descansar. Era un hombre alto y pesado y el catre era demasiado pequeño para él. Al final, se sentó y preguntó:
—SÃ, señor —dije. Le di uno y se lo encend×. ¿Cómo está Nancy, señor?
—Sobrevivirá, pero es como si hubiera envejecido de repente. —Hoenikker chasqueó los dedos. Fue un chasquido suave; no hizo ningún ruido. Miró la cara de Jenny y le dolió—. George ha entrado conmocionado en la casa, pero Nancy ya no tiene ese aspecto —se encogió de hombros—. Puede que sea mejor. Puede que ahora la pueda ver como a un simple ser humano.
Se levantó. Se acercó a los sesos de Jenny y sacudió un bastidor de metal que contenÃa parte de ellos. Hoenikker no pudo sacarlo, pero se hizo daño a tirar.
—Oh, Dios mÃo… qué desperdicio, qué desperdicio, qué desperdicio. Una de las grandes mentes técnicas de nuestros dÃas y vive en una camioneta, está casado con una máquina y se dedica a vender electrodomésticos en algún lugar entre Moose Jaw en Saskatchewan y Flamingo en Florida.
—Supongo que es un hombre brillante —dije.
—¿Brillante? —preguntó él—. George no es sólo George Castrow; es el doctor George Castrow. A los ocho años de edad, hablaba cinco idiomas; a los diez, dominaba el cálculo matemático y, a los dieciocho, ya tenÃa un doctorado en el M.I.T.
—Nunca tuvo tiempo para el amor —afirmó Hoenikker—. No creÃa en él; estaba seguro de que podÃa vivir sin eso, fuera lo que fuera… George tenÃa demasiadas cosas que hacer como para molestarse con el amor. Cuando cayó enfermo de neumonÃa a los treinta y tres años, ni siquiera habÃa sostenido una vez la mano de una mujer.
Hoenikker vio los zapatos mágicos en el lugar donde George los habÃa dejado, bajo el catre. Se quitó las pantuflas y se los puso. ParecÃa bastante familiarizado con ellos.
—Cuando enfermó de neumonÃa —continuó—, sintió un súbito terror a la muerte y una necesidad desesperada de sentir el contacto de una enfermera muchas veces al dÃa. Aquella enfermera era Nancy.
Hoenikker activó el conmutador principal de Jenny, cuyos sesos zumbaron.
—El hombre que no ha desarrollado alguna inmunidad al amor mediante una exposición constante a él, corre el peligro de que le cause todo tipo de males cuando se encuentra con él por primera vez. —Hoenikker se estremeció—. El amor le revolvió las neuronas al pobre George; de repente, era lo único que importaba. Yo trabajaba con él en el laboratorio y me veÃa obligado a escuchar ocho horas diarias de chorradas sobre el amor. ¡El amor era el motor del mundo! ¡El mundo no anhelaba otra cosa que amor y sólo amor! ¡El amor triunfaba siempre!
Hoenikker se tiró de la nariz y cerró los ojos, intentando recordar una habilidad que habÃa tenido muchos años antes.
—Hola, nena —dijo a Jenny. Sus dedos se movieron en el interior de los zapatos mágicos.
—Hoh-la, guh-ah-po-oh —dijo Jenny, sin expresión alguna en su cara. Volvió a hablar y los sonidos encajaron mejor—. Hola, guapo.
—La voz de Nancy ya no suena asà —afirmó—. Es más baja y un poco más áspera… no tan lÃquida.
—Buh-noh, eh-soh-leh pod-riah pah-shar-ah cuh-alq-uih-eh-raaaah —le dijo Jenny, que también corrigió esa frase—. Bueno, eso le podrÃa pasar a cualquiera.
—Vaya —dije yo—, es muy bueno. Pensaba que George era el único que le podÃa hacer hablar.
—No puedo conseguir que parezca viva; no como George —declaró Hoenikker—. Nunca pude… ni siquiera tras dedicarle miles de horas de práctica.
—¿Le dedicó tantas horas a ella? —pregunté.
—Por supuesto. Yo era el que la iba a llevar por las carreteras; yo era un soltero empedernido y libre como el viento que, de todas formas, no tenÃa futuro en el mundo de la investigación. En cambio, George era el hombre casado que debÃa quedarse en casa con su laboratorio y su mujer y hacer grandes cosas.
Las sorpresas de la vida causaron que Hoenikker se sorbiera la nariz.
—Se suponÃa que diseñar a Jenny iba a ser una bromita en mitad de la carrera de George; una broma electrónica surgida de su cabeza —siguió hablando—. Jenny era poco más que algo con lo que jugar mientras volvÃa a poner los pies en la Tierra después de su luna de miel con Nancy.
Hoenikker divagó sobre los viejos dÃas del nacimiento de Jenny. A veces hacÃa que Jenny metiera cuchara en la conversación, como si también los recordara. Pero aquélla fue una mala época para Hoenikker, porque se habÃa enamorado de la esposa de George y estaba aterrorizado ante la posibilidad de hacer algo al respecto.
—Yo la amaba por lo que era. Puede que todas esas estupideces de George sobre el amor fueran la causa de que me enamorara. George decÃa algo ridÃculo sobre el amor o sobre ella y yo pensaba en motivos reales para amarla. Terminé queriéndola como ser humano, como un caos milagroso, único y temperamental de defectos y virtudes… parte niña, parte mujer, parte diosa y no más coherente que una regla de cálculo con masilla.
—Luego, George empezó a pasar más y más tiempo conmigo —intervino Jenny—. Cuando estaba en el laboratorio, retrasaba su vuelta a casa hasta el último momento; después, devoraba la comida y volvÃa rápidamente a trabajar conmigo, hasta bien entrada la madrugada. Llevaba puestos los zapatos de control todo el dÃa y la mitad de la noche… y hablábamos, hablábamos, hablábamos.
Hoenikker intentó que su cara tuviera alguna expresión para lo que iba a decir después. Pulsó el botón sonrisa, de Mona Lisa que Sully Harris habÃa pulsado el dÃa anterior.
—Yo era una compañÃa excelente. Nunca decÃa nada que él no quisiera oÃr… y siempre lo decÃa exactamente cuando él lo querÃa oÃr.
—Como ve —dijo Hoenikker, mientras soltaba las correas de Jenny para que pudiera andar—, Jenny es la mujer más calculadora y la mejor estudiosa del ingenuo corazón masculino que ha caminado por la faz de la Tierra. Nancy nunca tuvo la menor oportunidad.
—En general, los sueños alocados de un hombre sobre su esposa se van apagando después de la luna de miel; entonces, el hombre se tiene que dedicar a la difÃcil pero gratificante empresa de averiguar con quién se ha casado de verdad —continuó Hoenikker—. Pero George tenÃa una alternativa; sus sueños alocados podÃan seguir vivos en Jenny. Su falta de atención hacia la imperfecta Nancy se volvió escandalosa.
—Un buen dÃa, George anunció que yo era una maquinaria demasiado valiosa para confiarla a alguien que no fuera él mismo —dijo Jenny—. Amenazó con abandonar la empresa de inmediato si no le permitÃan que llevara a su Jenny a la carretera.
—La intensidad de su nuevo hambre de amor sólo era comparable con su desconocimiento de las dificultades del amor. Sólo sabÃa que el amor le hacÃa sentirse maravillosamente bien, viniera de donde viniera.
Hoenikker apagó a Jenny, se quitó los zapatos y se volvió a tumbar en el catre.
—George eligió el amor perfecto de un robot y yo me dediqué a hacer lo que pude para conquistar el amor de una chica imperfecta y abandonada.
—Bueno… me alegra que tenga las fuerzas necesarias para decirle lo que le tenga que decir —comenté yo.
—George habrÃa recibido su mensaje en cualquier caso. —Hoenikker me pasó una hoja de papel—. Me dictó esto por si no tenÃa ocasión de decÃrselo en persona.
Yo no pude leer el mensaje entonces, porque George apareció por la portezuela trasera de la camioneta. Jenny nunca habÃa tenido un aspecto de robot tan evidente como el de George en ese momento.
—Tu casa vuelve a ser tu casa y tu esposa, vuelve a ser tu esposa —dijo.
George y yo desayunamos en un bar. Después, nos dirigimos a la sede de la GHA y aparcamos delante del laboratorio de investigación.
—Ya te puedes marchar, mozalbete —me dijo George—; ya puedes volver a tu vida. Y muchas gracias por todo.
Cuando me marché, leà lo que Nancy le habÃa dictado a su segundo esposo, lo que le habÃa dicho en persona a George.
«Por favor, mira al ser humano imperfecto que Dios te dio una vez para que lo amaras e intenta quererme un poco por lo que yo era de verdad o, si Dios lo quiere, por lo que soy. Y por favor, cariño, vuelve a ser un ser humano imperfecto que vive entre seres humanos imperfectos».
Me marché tan deprisa que no tuve ocasión de estrechar la mano de George ni de preguntar qué pensaba hacer después, asà que regresé a la camioneta para poder hacer las dos cosas.
La portezuela trasera estaba abierta. George y Jenny mantenÃan una conversación dentro, en voz baja y con ternura.
—Voy a intentar recoger los restos de mi vida, Jenny… lo que queda de ella —dijo George—. Puede que esos restos me lleven de vuelta al laboratorio de investigación. Lo preguntaré de todas formas. Con humildad.
—¡Estarán encantados de que vuelvas con ellos! —comentó Jenny, que de hecho parecÃa encantada—. Es la mejor noticia que me han dado nunca… la noticia que esperaba oÃr desde hace años. —Bostezó y bajó un poco los párpados—. Oh, lo siento.
—Necesitas a un hombre más joven para que te acompañe por esos mundos —dijo George—. Yo me estoy haciendo viejo y tú no envejeces.
—Nunca conocà a un hombre tan ardiente y tan atento como tú, tan atractivo como tú, tan brillante como tú —dijo Jenny. Lo decÃa en serio, pero volvió a bostezar y cerró un poco más los párpados—. Discúlpame. Buena suerte, ángel mÃo —murmuró con los ojos ya completamente cerrados—. Buenas noches, corazón —añadió—. Se habÃa quedado dormida. Su baterÃa se habÃa gastado.
—Sueña conmigo —susurró George.
Yo me escabullà para no ser visto. George se secó una lágrima y dejó la camioneta para siempre.
Kurt Vonnegut. Escritor estadounidense nacido en Indianápolis el 11 de noviembre de 1922 y fallecido en Nueva York el 11 de abril de 2007. Es considerado uno de los más importantes escritores de ciencia ficción de la historia. Su estilo, muy caracterÃstico, está lleno de un humor sutil, muy negro. Su obra Matadero cinco (Slaughterhouse-Five, o The Children's Crusade, 1968) es considerada, ya no sólo una de las novelas más importantes de la ciencia ficción, sino como un clásico de la literatura estadounidense. En ella, Vonnegut noveliza en parte sus experiencias durante la Segunda Guerra Mundial, cuando fue capturado por los nazis tras perder contacto con su batallón, siendo uno de los siete soldados aliados que sobrevivieron al descomunal bombardeo de Dresde del 13 al 15 de febrero de 1945 que destruyó la mayor parte de la ciudad matando a una cantidad de entre 60 000 y 300 000 personas, la mayor parte civiles. Vonnegut traza una gran historia en la que la ridiculez de las guerras y el horror que generan quedan patentes.
Regreso a la isla en negro
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